Todos los días recorro los
gélidos pasillos del lugar donde quedan presos los sueños, es decir, los muros
de soledad de un Centro Penitenciario; emplazamiento donde tengo la oportunidad de
impartir clase. A cada paso que doy percibo cómo mis suelas pisan un
sinfín de sueños rotos, sueños que anhelan surcar el cielo azul como águila que
juguetea entre las nubes de azúcar, porque los sueños tienen alas y quieren
volar.
Suena la sirena, me dirijo al
módulo conflictivo de mujeres, el de las guerrilleras. Al cabo de unos días ya
se han convertido en mis princesas porque me doy cuenta que ante mí, tras la
máscara de chicas duras, no hay más que seres desangelados que claman a gritos
que alguien les tienda la mano para salir de la devoradora de almas, de ese
veneno con profundas raíces que se ha incrustado en la mayoría de ellas y de
cuyas garras no pueden salir: la droga.
La droga tiene mucha fuerza, más
que unos padres que ven con desesperación cómo su hija cae en un precipicio y
que, por más cuerdas que le tiran para que salga de él, contemplan con
impotencia cómo esta se precipita por el agujero de la muerte. Muchas de ellas
tienen hijos y, por muy incomprensivo que pueda parecer, la caníbal de almas tiene
incluso más fuerza que sus propios retoños. Niños que quedan huérfanos y que,
en la mayoría de los casos, luego seguirán el camino que han trazado sus
madres. La falta de afecto, la falta de su progenitora, se convierte en un
vacío tan grande que deja las puertas abiertas a esa mentirosa en forma de
polvo blanco o marrón capaz de dar una felicidad pasajera, unos momentos de
éxtasis que el cuerpo solo quiere repetir, una y otra vez, hasta que se crea una
dependencia tan fuerte que deja a la mente completamente hipnotizada y bajo los
efectos de la mentira más grande que ha creado el hombre.
Contemplo con impotencia lo
difícil que resulta a estas personas salir de esa tela de araña. Algunas toman
conciencia y conseguirán salir, otras recaerán en su intento, mientras muchas
otras, por muy cruda que resulte la realidad, morirán bajo los efectos de la
devoradora de almas, dejando escapar los bellos amaneceres que nos brinda la
vida, con sus retos y apasionantes sueños que nacen en la inmensidad de nuestro
ser para posarse como una mariposa en nuestro corazón a la espera de una
oportunidad para poder volar. Cuando quieran despertar, se habrán dado cuenta
que la vida ya ha pasado, que los sueños ya no tienen alas, sino que quedarán
enterrados junto a ese desdichado cuerpo que dio su vida por la droga convirtiéndose
en estatuas de sal, incapaces de despertar de ese letargo eterno.
Prevención, un puente para
cruzar montañas, esa es la mejor solución. No coquetear con quien sabes te va a
herir, porque no existen atajos hacia la felicidad, sino trabajo y constancia
para que los sueños puedan aprender a volar como un aguilucho que el día de
mañana se convertirá en una poderosa águila, capaz de codearse con el viento y
acariciar el cielo de algodón.
Lección que nos sirve a todos,
para despertar de nuestros letargos, para dejar de ser espectadores de nuestra
propia existencia cuando quedamos bloqueados, porque cada nuevo amanecer no
puede ser como el día de ayer, sino una nueva oportunidad para levantarse y
luchar con más fuerza que nunca por el propósito que cada uno de nosotros tiene
en la Tierra y que nos impulsa a adquirir el mayor desarrollo personal al que
todo ser está llamado, porque somos únicos e irrepetibles.
“Si soñar es de niños,
convirtámonos en bebés”.
Antonio Gargallo Gil
www.antoniogargallo.com
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