La
psicología infantil es apasionante y los padres, cuando están
agotados o carecen de paciencia, pueden perder los nervios con sus
hijos con relativa facilidad y hacer algo de lo que luego se pueden
arrepentir. En muchas ocasiones acaban gritándoles o, en el peor de
los casos, soltándoles un cachete o una paliza.
Hay niños que cogen unas rabietas infernales que acaban desquiciando al adulto. Recuerdo aquella vez que iba paseando por la ciudad y un padre estaba con su hija de unos dos años que lloraba a lágrima viva en su carricoche. Este le grito: “Cállate”. Pero la niña seguía berreando. El padre, fuera de sí, le soltó un tortazo a la niña que comenzó a llorar todavía con más fuerza. ¿Podía haber solucionado el conflicto de otra manera? ¡Evidentemente!
El
niño, si llora, es por algún motivo, aunque sea para llamar la
atención. Llora porque tiene unos sentimientos, unos deseos que
pueden chocar con los de sus progenitores. Algunos pueden incluso
parecer que son irracionales, pero no podemos olvidar que el niño
está aprendiendo, que está descubriendo el mundo y que se está conociendo a sí mismo. Ello conlleva la
creación de unos sentimientos que, según como se gestionen, pueden
dejar unas secuelas psicológicas que no podemos obviar. Hemos de ser
consciente de que el niño no tiene las mismas herramientas y
recursos que posee el adulto. No nos damos cuenta de que el niño
puede estar sufriendo y, a veces, sin ser conscientes de ello, sufre
incomprensión.
Nunca
olvidaré el caso que tuvimos en el colegio de un niño cuyo
comportamiento era paupérrimo. ¡Destrozaba las clases! No había
forma de domarlo y no atendía a nada. Luego descubriríamos por qué
actuaba así y era porque su primo estaba abusando sexualmente de él.
A este niño le rasgaron el alma y no tenía otro modo de expresarse
porque la situación le superaba. ¿Cómo es posible que sus padres
no se hubiesen dado cuenta y encima recurriesen a la violencia para
intentar frenar su mal comportamiento?
¡Qué
importante es escuchar a los niños!
Recuerdo
que un día, al entrar en el comedor de mi casa, vi cómo mi hijo
estaba pintando un coche gigante en la pared. ¡Casi me da algo! La
sangre me hervía por dentro, mientras él se sentía orgulloso de su
obra de arte. ¿Qué podía hacer para no responder con violencia y
no herir sus sentimientos? Tan sencillo como tranquilizarme y, luego, explicarle que debía
pintar sobre un papel y entender que aquella travesura podría
subsanarse volviendo a pintar. ¡Tampoco había matado a nadie!
¡Eso
es lo que necesita el niño! Necesita que le expliquen las cosas con
cariño, con respeto, porque todos nos equivocamos y, como es normal,
el niño seguirá cometiendo errores. Pero piensa una cosa: ¿a ti te
gustaría que cada vez que te equivocas en tu trabajo el jefe te
soltara un grito o un tortazo? Si lo hace le cogerás odio o miedo,
¿verdad? ¿No preferirías que, en su lugar, te explicase cómo
debes enmendar tu error? Pues del mismo modo debemos marcarnos una
meta con nuestros hijos: “trátalos como te gustaría que te
tratasen a ti, aunque en ocasiones te saquen de quicio”.
Si
durante una rabieta o una travesura le terminas pegando o gritando
como un energúmeno, lo único que consigues es reprimir un deseo o
un sentimiento, y esa represión puede derivar en un mal
comportamiento e ir empeorando de manera exponencial, porque le estás
enseñando que los problemas se solucionan a tortas o a gritos; o
puede ocurrir todo lo contrario, que el niño se haga tan tímido que
tenga miedo hasta de hablar o relacionarse con los iguales porque
tiene la autoestima por los suelos.
Hay
una terapia de choque muy efectiva con el niño cuando coge una
rabieta de esas infernales e irracionales. Recientemente tuve que
enfrentarme a una rabieta desmesurada. Inmediatamente me puse en el
lugar de mi hijo porque sabía que él estaba sufriendo, al fin y al
cabo su mente es diferente a la mía y necesita de mi comprensión.
Necesita que alguien le explique las cosas correctamente. Yo tenía
que respetar sus sentimientos, abrazarlos, y eso fue lo que hice. Le
di un abrazo a pesar de recibir sus empujones, sus lloros, sus
gritos, y volví a abrazarle, una y otra vez, mostrándole un amor
incondicional y manteniendo en todo momento la calma. Después de
mostrarle mi cariño, cuando se serenó -se contagió de mi
serenidad- y vi que estaba en actitud de escucha, hablé con él. No
solo entendió la irracionalidad de su comportamiento, sino que fue
capaz de pedirme perdón porque entendió que se había equivocado.
Además, modificó su comportamiento y su conducta rebelde. Una
terapia de choque verdaderamente efectiva para modificar
comportamientos porque te permite establecer un diálogo de confianza
y modificar conductas. Además, aumenta el respeto y la obediencia,
fortaleciéndose los lazos paterno-filiales.
Incrementemos,
por tanto, nuestros niveles de paciencia, nuestra comprensión y
respondamos con la terapia de choque del abrazo, para que el día de
mañana tus hijos sepan responder pacíficamente ante las
dificultades, con amor ante los problemas y con humildad ante los
errores. ¡Y siempre te lo agradecerán!
Antonio Gargallo Gil
www.antoniogargallo.com
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